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Podríamos decir que entre la escuela y el alumno se configura una culpa compartida, un común acuerdo en el cual las partes pactan mantener una especie de status quo que exige el mínimo del alumno – pensemos, ¿cuál es el máximo del alumno?-, mínimo indispensable por meras razones de escolarización. Mantenerse en ese mínimo le genera al estudiante de Artes y Humanidades problemas en un doble frente: por una parte, tiene la competencia entre sus colegas; por otra, la competencia de aquellos que se dicen “aficionados” a las artes (los doctores o contadores “por afición” no se ven todos los días), o que se dedican a ellas –con un buen o mal trabajo- sin haber estudiado propiamente la licenciatura. Recordemos que una licenciatura en Artes no te hace artista, como una licenciatura en Humanidades no te hace pensador, intelectual o escritor.
Buenos y malos artistas, escritores, músicos, doctores, ingenieros, abogados, etc., hay en todos lados. A veces uno se pregunta cómo es que los malos lograron obtener su título. Pero estos matices de calidad, por así decirlo, no son exclusivos de los alumnos; también se presentan en las carreras. Aunque cada carrera tiene sus diferencias en cuanto a la dificultad y al tiempo o tiempos requeridos para cubrir el distinto material, podemos establecer una somera tipología que identifique a las mismas con el esfuerzo que le imprime el alumno a su estudio. Así, tenemos carreras en las que, o estudias o te quedas (pensemos en Medicina), esto debido al sistema que manejan, que hace que aquellos que reprueban, simple y sencillamente se van quedando; también puede darse el caso de carreras (o más específicamente, materias) en las que, tanto el maestro como el alumno dan el mínimo. Por último, tenemos a las carreras que dan espacio al “conformismo” por parte del alumno (¿y del maestro?): serían aquellas en las que puedes licenciarte con cumplir lo que se te pide (a veces bien, a veces mal, a veces excelente) pero sin dar ese “algo más”, o peor aún, sin saber que existe un “algo más”. Aquí podríamos ubicar a las carreras de Artes y Humanidades, donde el alumno(a) sólo cumple con lo que sus profesores le demandan en clase, sin un esfuerzo extracurricular, siempre necesario.
Obviamente, los maestros de Arte y Humanidades no tienen como tarea cargar en sus hombros a los alumnos y presionarlos para que den ese “estirón”; jamás se esperaría esto en una institución seria, donde esa labor concierne al alumno. No obstante, la escuela y los maestros deberían de hacer las veces de catalizador para que el alumno logre tomar conciencia de su situación. El primer paso para provocar que el alumno dé un extra que se supone debe de dar (extra pensándolo como lecturas o actividades fuera del salón y las tareas, por lo menos) es que tome conciencia de que, ni su salón es el mundo, ni su profesor el único cliente.
Las escuelas y universidades de Arte y Humanidades (y en general, cualquiera) deben ser lugares donde se dé una toma de conciencia sobre la labor del alumno y la labor de la misma escuela. Una universidad que no busca reflexión y crítica, adolece de uno de sus principales pilares, a su vez fundamentales en el Arte. Alumnos pasivos con maestros pasivos no auguran un buen resultado. Es difícil que salgan todos “artistas” de una escuela de Arte, pero si ésta no se ocupa de reflexionar y concientizar al alumnado, no tendremos más que licenciados.
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